Monólogo de una dancing queen
- Wendy J. Castro
- hace 3 días
- 4 Min. de lectura

Se sentó en el baño. Desnuda. Inclinó el cuerpo hacia delante hasta que se le formaron los rollitos de carne blanda, blandísima, que tanto la incomodaban cuando se ponía blusas cortas y enseñaba el estómago. Había estado reteniendo la orina desde que llegó del trabajo y se metió a la cama. Seis horas después, la luna colgaba como un ojo blanco, tapado por una nubosidad egoísta, indiferente a la mujer young and sweet, only seventeen que despertaba de la siesta.
Su estómago hizo ruidos demoníacos. ¿Hambre? Quizá. ¿Gases? Probablemente. Se quedó unos minutos más ahí, sentada, mirando la mancha negra que llevaba meses en el azulejo. Ya había intentado eliminarla. Hizo pociones con los líquidos de limpieza que tenía en casa, en cuyas etiquetas se advertía al usuario: “No mezclar”.
Los dedos solo le escocieron por una semana, pero las náuseas se le quitaron a los dos días. Resultó que su recién descubierta alergia al cloro fue en vano. El gran hallazgo fue que la mancha no era mancha, sino una grieta con forma de mancha. En un descuido, quizá y ella misma era la responsable. Tal vez era sonámbula.
Ooh, see that girl, watch that scene… Una sonámbula rabiosa, que golpeaba las paredes con los nudillos pelados de tanta furia silenciada.
Lo más lógico era culpar a las sacudidas de las placas tectónicas. La segunda opción era convencerse de que esa mancha ya estaba ahí desde antes de su llegada. Si la dueña se atrevía a reclamarle, ya tenía preparada su respuesta:
Feel the beat from the tambourine, oh, yeah. No me mire a mí, señora. Esta casa ya tiene más años que Los Simpson y Futurama juntos.
Se levantó del baño; le temblaron las piernas. Le hormigueaban los pies. Sin detenerse mucho, abrió la llave caliente de la ducha. Tenía un minuto completo de agua hierve-pollos, de esas que dejan la piel como camarón pelado, antes de que el chorro se volviera su peor enemigo y le congelara los pezones, las nalgas y los pies.
¿Era este su presente soñado? No. Para nada.
Una parte de ella sí pensó que, después de la carrera vendrían meses turbulentos. Pero jamás imaginó que años de esfuerzo estudiantil, dependencia financiera, chantaje y traumas familiares la llevarían a un cuartito rentado de Infonavit, con perros meones en su jardín de un metro por un metro, y que tendría que bañarse repitiendo el coro de Dancing Queen cuatro veces, con su voz toda ronca y deforme después de nueve horas de trabajo en el call center. Diez, si se agregaba la hora de comida con el almuerzo traído por el supervisor, hecho en la fondita de su esposa.
No que la comida fuera horrible —a veces le faltaba sal—, pero como no había microondas, de aquí a que llegara a las oficinas con el Didi de su esposo, ya estaba toda fría.
Pinche desilusión, neta. Tanta quemadera de ojos para salir con un título y que me lleve la chingada de esta manera.
Ya iba por la cuarta ronda de: You are the dancing queen, young and sweet, only seventeen… cuando sintió algo caminándole sobre el pie.
Señora transa, ¿dónde se metió el dinero que le di, disque para la fumigación? Desde la semana pasada me dijo que ya habían venido a fumigar. ¡Fumigaron madres! Ya es la veinteava que me sale en la semana.
El agua helada movía el cadáver de la cucaracha de un lado a otro. Las antenas ya se le habían desprendido y se iban por el desagüe.
Pero bueno, son solo las diez. O como, o me explotan las tripas.
Fue a su cocina. El gas se le había acabado. Solo le quedaba una triste rebanada de jamón. El pan ya tenía moho, la papa estaba podrida, el tomate aguado y la leche vencida. Sin queso, ni tortillas, ni sal, ni dopamina.
Pinche vida adulta, no me alcanza ni para un chicle. El jabón parece hoja de lo flaco que está. Faltaban días para la quincena. ¿Podría aguantar?
Abrió la ventana porque el calor era insoportable en el cuartito. Lavó su camiseta del trabajo. Solo lavó el área de las axilas en el lavamanos, con el mismo jabón con el que se lavó los pies. El jabón en polvo que le quedaba lo tumbó un pájaro que andaba de mitotero en la ventana de la cocina, y ni disculpas pidió.
Se comió la rebanada de jamón envuelta en los trozos de pan que no tenían moho.
Tenía que hablar con la señora. El aire acondicionado no servía.
Si me dice que no, pues me voy yo. You can dance, you can jive, having the time of your life… Nadie me tiene de mensa aquí.
¿En qué otro lugar podría vivir? ¿Tal vez deba conseguir otro trabajo? ¿De qué me sirve el título en esta tierra olvidada por Dios?
Maldita economía. Maldita injusticia. Disfruta de una mejor experiencia musical… Maldito dinero. Maldito gobierno. Maldita mancha en la pared. Comparte tu música con tus personas favoritas y escucha millones de canciones, sin anuncios… Maldito trabajo de mierda mal pagado. Cámbiate a Spotify Premium. Maldita Diggin' the dancing queen. ¿Quién me tiene bailando en la ruina?
Sobre la autora Wendy J. Castro
Originaria del puerto de Guaymas, es escritora y creadora de contenido. Estudió Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora (UNISON). Su obra ha sido publicada en la antología de poesía Senderos de Sal. Así como en revistas físicas y digitales. La revista Colectivero, incluyó su relato “La bestia en el río”, en su no. 8. Su cuento “Pasto” aparecerá en el número de otoño de la revista Imagisaurio. También ha participado en congresos nacionales e internacionales de literatura. Comenzó escribiendo cuentos y poemas en las páginas de un diario y desde entonces, escribir se ha vuelto su refugio y espejo. En su canal de YouTube, El diario de Wen, y su cuenta de Instagram @diariod_wen comparte su amor por los libros, el mundo del arte, y su proceso creativo.
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