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La mujer de junio

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Durante el primer verano que pasé fuera del techo de mi madre llevé conmigo su álbum de fotos. Lo guardé en el fondo de la bolsa negra en donde mudé mis pertenencias, a escondidas de sus ojos. Eran recuerdos que al final iban a volver a su cajón, recuerdos que en un futuro seguirán juntando polvo, pero a lo largo de esas tardes bochornosas de calor, antes de cumplir los veintitrés, me encargué de sacudir cada una de esas memorias.


Mi madre me parió apenas cumplió diecinueve, un mes después para ser exactos. Me contó alguna vez que mi padre se la llevó de casa de mi abuela apenas se casaron, invadieron un terrenito, por donde hoy es el Soli (antes de que creciera a ser el Soli) y que en las mañanas de mayo y junio cuando mi papá se iba a trabajar y yo me movía impaciente jaloneando del cordón umbilical, mi mamá llenaba una tina. Era de esas tinas grandes de plástico duro que ya se ven escasas en el mercado. Era donde mi abuela ponía a remojar las sábanas para tallarlas contra el lavadero antes de comprar su lavadora de reloj. Mi mamá, con sus veinte kilos de más y sus tobillos hinchados se metía en el agua hasta que esta se volvía caliente a culpa de la resolana. Después se mojaba la cabeza al salir y se sentaba en el sol a secarse hasta que las moscas dejaban de pegarse a su piel buscando frescura.


Vivió poco tiempo en ese terreno a medio construir, se mudaron apenas mi papá pudo comprar una casa, muy al norte de donde su lecho materno yacía. Entre las fotos que me llevé de mi madre ese verano estaba una mía frente a esa casa de un solo cuarto. Mis recuerdos ahí son escasos, mi memoria era arena y se resbalaba entre los dedos de aquellos de los cuales dependía, pero recuerdo el camino, la ruta que nos dejaba afuera de la privada poco resguardada en donde vivíamos. Recuerdo que nuestra casa era la última de un callejón sin salida y que una vez, ya que mi madre comenzó a trabajar de nuevo, nos compró una televisión. Una caja enorme que solo agarraba dos canales y a la cual le teníamos que mover la antena cada media hora para que la señal cargara. Recuerdo volver una tarde de la mano de mi mamá para encontrar nuestra casita hecha trizas, las ventanas quebradas, el humo saliendo del interior y manchando todo con su rastro negro. El televisor no estaba entre los restos.


Constantemente ese verano comparé el largo cabello lacio de mi madre con el mío. En sus fotos de compromiso lucía un vestido negro, la cena se celebró en casa de su abuela, mi madre sonreía con su labial rojo agarrada del brazo de mi madrina, la que entonces era su mejor amiga. Ahora vive a kilómetros de distancia de ella, cruzando la frontera en algún pueblito de Nevada, pero en ese entonces eran inseparables. Crecieron como hermanas, la hermana que mi mamá nunca pudo tener porque a mi abuela le llegó la menopausia a sus treinta y tantos.


Mi hermana nació un día de julio, como yo. Fue el embarazo más lento, me dijo mi mamá, el embarazo menos preocupante. Mi madre hizo de todo cuando estaba embarazada de mi hermana, limpiaba la casa de tres habitaciones que rentábamos en aquel pueblito de Arizona. Hacía tortillas en la plancha caliente, tendía la ropa antes de que lloviera y las ranas salieran de la tierra árida, jugaba a la lotería en el patio con sus vecinas. Cuando su fuente se rompió; mi mamá ya no tenía diecinueve sino veintiocho. Parió un día que hubo mucho viento, me dio un beso antes de irse y no la vi sino hasta dos días después. Yo nunca había estado lejos de mi madre hasta ese entonces y los días me parecieron vacíos, silenciosos, incluso con la presencia de mi padre cuando volvía por las noches. Los recuerdos de mi madre están llenos de fotos de mi hermana, en vestidos de olanes, vestidos de terciopelo y coronitas en su cabeza con poco cabello. Vestía a mi hermana de la manera en que nunca pudo hacerlo conmigo, la adornaba de la manera en que nunca pudo adornar a esa otra bebé que perdió a los veintitrés.


También en sus fotos tiene muchos autorretratos con pupilentes de diferentes colores. Azules, verdes, miel ámbar. Se cambiaba el piercing de la nariz cada semana y se teñía el pelo de rayitos rubios, de rojo intenso, de negro azulado. Jamás, al contrario de lo que yo soy, vi a mi mamá quedarse quieta con su aspecto. Iba y deshacía su imagen a lo que le complaciera, se rayaba la piel con lo que ella quisiera, el principio de los 2000`s le sentaba como anillo al dedo. Sentía libertad alrededor de ella, pero a la edad de mi niñez nunca supe identificar ese sentimiento.

Años después, encerrada en aquel cuarto vacío de la casa que habitaría de mayo a agosto, con el álbum de fotos entre mis piernas echada en el suelo caliente, la veía a ella. Con diecisiete años, sus minifaldas, sus tacones de aguja, su movimiento al bailar. Me pregunté en qué momento de mi vida me sentiría así, en qué momento dejaría lejos el arraigo y la pesadumbre de mis propios límites. Llegando junio el cuerpo me pide detenerme a pensar, es como si las tardes calurosas se hicieran infinitas, se estiraran como plastilina entre manos calientes. Llegando junio me invadía una tristeza fatal. La tristeza de la pausa y la tristeza del progreso. La tristeza de hacerme mayor y la tristeza de sentirme pequeña. Añoraba la juventud de mi madre. Envidiaba sus escapes por la ventana del cuarto que compartía con sus hermanos, el camino que hacía con sus vecinas de regreso del baile, cada una llegando a la casa de la otra. ¿Cuánta juventud vivió mi madre que yo jamás viviré con ella? ¿Cuántas personas fue que yo jamás llegaré a conocer? Me hacía estas preguntas mientras miraba al cielo por la ventana abierta, sin nunca salir del encierro donde yo misma me había colocado.


La juventud de mi madre reposaba en la memoria inventada de mi mente. Me imaginaba conocerla, conocer su libre albedrío hasta que me topé, meses después, con una carta en el fondo de su cajón. La carta iba dirigida a mi abuela; su madre. En ella se disculpaba por desaparecer, por desear estar fuera de su casa. Era un plan de escape, mi madre le pedía constantemente a la suya que no la buscara, que se iría lejos con sus amigas, con sus primas, que buscaría la libertad con la que tanto soñaba. Esa carta nunca llegó a las manos de mi abuela y yo nunca pregunté el por qué.  Mi madre, que para mí hasta ese entonces era la mujer más libre sobre la tierra, se convirtió en lo que yo anhelaba dejar de ser: una joven con miedo. Una joven encerrada en un cuarto, escribiendo sus deseos entre líneas de papel.


La mujer que nació en junio hoy tiene cuarenta y cinco años. Vive en la casa que le pagó a su madre. Vive con los hijos que parió durante el verano. Vive con la esperanza de algún día mudarse al campo, a la tierra abierta, ya no buscando libertad sino donde echar raíces y descansar.


Su hija, la que nació en julio, sigue mirando el cielo abierto por las tardes, pero ahora caminando sin rumbo por las calles.

 

 

 

 

 

Sobre la autora Margarita Andrade

Hermosillo, Sonora. Egresada de la Licenciatura en Literaturas Hispánicas de la Universidad de Sonora. Ha participado como reseñista en las revistas estudiantiles La SAL y Subterfugio. Fue tallerista en el FELISON 2024 con el taller “Cuentistas hispanoamericanas contemporáneas.” Ha organizado talleres de la mano del Museo de Arte de Sonora con la intención de enseñar y promulgar el arte tejido. En su tiempo libre disfruta de leer ficción literaria y ver caricaturas con su gatito Ryo.

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