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Cada verano es un infierno


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Sí, en el desierto de Sonora vivir el verano es un infierno que nos quema a una máxima de 50° C, históricamente. Abres la puerta de tu casa, refrigerada en cada cuarto, y sientes el viento que avientan los mezquites como si estuvieras abriendo un horno a 180 grados celsius. Mi juicio es desde el privilegio, claramente. Y si no hace calor, es porque llovió y media ciudad está inundada porque no tenemos un buen sistema de drenaje que se lleve toda esa agua a la presa, que reduzca la sequía. Pero bueno, la lluvia no nos va a salvar, como nos salvaría que el gobierno les quite el “permiso” a las empresas refresqueras de llevarse el agua del Río Sonora. 


Los veranos, para mí no sólo se tratan de cuánto calor pasamos, y de preocuparme por si este año mi casa se inundará por tercera vez, sino de cuánta presión pongo en mí para crear y terminar un cuentario o una novela, para enviarla a un concurso estatal.  Me digo que este año no alcancé a participar, pero para el siguiente agosto ya tendré una obra terminada. Me quiebro la cabeza con el tema principal de mis historias. Pienso que tienen que ser perfectas para que sean aceptadas. Esa perfección es encajar en el canon literario, en lo académico; es escribir como si tuviera a un maestro de mi carrera detrás de mi hombro viendo lo que hago; es buscar para crear exactamente lo que quieren leer: más investigaciones innecesarias de textos de siglos pasados con temas que no propician la lucha social ni suponen una crítica al sistema.


Olvídate de querer estudiar una maestría y que tu propuesta de investigación sea una tesis con perspectiva de género en la que se critica la sociedad heteropatriarcal, porque no te aceptan. A mí no me aceptaron. Estos temas no se estudian aquí; apenas en otros estados. ¿Y de dónde saco dinero para ir a vivir a Guadalajara, Querétaro o Ciudad de México? Me acuerdo que cuando me rechazaron estaba vacacionando en Guadalajara y me sentí triste y decepcionada. Hasta pensé en buscar trabajo por allá en Zapopan. Me lo tomé personal. Durante un año estuve recordándome la verdadera razón para no estudiar esa maestría: alguien como yo, que constantemente se cuestiona sus acciones; leyendo desde lo clásico hasta lo contemporáneo; aprendiendo con sus propias herramientas. No estoy para estudiar, investigar y aportar en lugares de la academia donde adoctrinan ni para continuar con temas que mantienen al estudiante crítico en el statu quo.


Aunado a esto, está la presión de terminar mis historias, puestas en pausa desde hace años, las cuales no he podido concluir porque estuve poniendo todo mi tiempo en empleos que me robaban la energía y mi dedicación, en lugar de destinarlo a mis creaciones. Esfuerzo en vano, porque siempre termino renunciando o me despiden por no ser la trabajadora que esperan que sea. Otro espacio en el que no encajo. Trabajar en espacios normales como oficinas, de maestra sombra en escuelas privadas, en ventas o en atención al cliente es crear un personaje. Ponerme una máscara para pretender que me importa lo que hago; como si todas estas cosas tuvieran un motivo trascendental. Pero no, sólo es alimentar los bolsillos de los dueños de empresas y marcas. Y podrás decir que trabajar de maestra monitora puede ser enriquecedor, pero yo no puedo estar en un espacio en el que no se me permite cuestionar. Cuando los jefes dicen que no existen jerarquías o que están abiertos a críticas es mentira. No les importamos. Somos un número más. Quise aportar, pero me ningunearon, me hicieron mansplaining. Me despiden porque “yo soy el problema”… Mmmh, la persona que es consciente del sistema jerárquico y alza la voz es el problema, porque les hace perder dinero cuando intentas hacerle saber a los demás lo que no les conviene.


Hablando de no ser lo que quieren, mi exasperación por participar en concursos creados por el gobierno llegó a su fin este año. No sabes la paz que sentí al darme cuenta de que no había una mujer en la fotografía ni en la lista de ganadores del 2024. Eso significa que no hay oportunidad para alguien como yo. La presión en los hombros se fue, el nudo en el estómago se soltó y respiré hondo. Pero la tranquilidad me duró poco, porque me dije “espera un momento”… Hasta escuché el sonido de un vinilo siendo detenido a media canción. Quienes ganaron la convocatoria el año pasado son hombres; hombres que cuentan sus mismas historias para otros hombres. Esos que se dan palmaditas en los hombros y continúan con sus relaciones de poder. Esos que tienen su grupo de académicos y críticos donde sólo cabe gente como ellos. 


¿Sabrán los hombres que existen otras historias que valen la pena? Historias de mujeres, por ejemplo. De la comunidad LGBTIQ+; de indígenas; de las periferias de la ciudad; de pueblos (sin los acentos y los disfraces de vaqueros); de niños; de violencia; de neurodivergencias; de ancianos… ¡de todo aquello que empujan a la otredad! Pues no, no lo saben. Prefieren vivir en su burbuja de privilegio e ignorar el compromiso que tienen como hombres publicados y continúan escribiendo sobre temas banales del día a día, sus crónicas de viajes por el país o países del sur. Todavía se atreven a decir que hay temas que no se tocan, esos donde ellos se ven vulnerados por su propio sistema. Que no cuentan sobre la paternidad, sobre la presión de ser la cabeza de la familia, sobre sus cuerpos y cómo deben verse, sobre no poder expresar emociones, sobre quejarse del sistema… ¡Háganlo! Con gusto los leemos y los vamos a entender, los vamos a apoyar. 


Si tú eres hombre, sientes que lo que escribes es bueno y tus amigos te dicen que sí, que continúes, que lo intentes, pues adelante. Haz algo con tu privilegio. Intenta ser ganador de un concurso que te otorga un cuarto de millón de pesos pagado de tus impuestos y de otros artistas que no tienen oportunidad de entrar al círculo exclusivo cultural y literario de nuestra ciudad. Si tienes suerte, vas a ganar. O mejor dicho, si escribes lo que quieren leer los jueces, así como te dijo tu profe de la universidad, entonces vas a ser ganador. Tu texto se quedará un año empolvándose en una biblioteca hasta que se termine el periodo del contrato con el diablo que aceptaste firmar, digo, la convocatoria que aceptaste, y hasta que pase ese tiempo tu obra volverá a ser toda tuya, aunque la tengas registrada.


Mientras tanto, no sólo me quejo y critico y apunto mi dedo. Tengo mucho que aprender de mi persona, y toda esta bondad, amor, compasión y respeto por mí misma lo comparto con el resto del mundo. Esta empatía que algún día me destruyó ahora decido hacia quién sentirla. Precisamente, una persona con un puesto en una institución gubernamental, académico o del círculo de escritores exclusivo no cuentan con mi empatía ni mi respeto. Desde que tengo memoria tengo entendido que el arte es para apreciarse, para expresar, para compartir. Desde que soy pequeña lo sé. Qué gusto haber crecido en esta generación.


No te preocupes, no está todo perdido. Hay muchos lugares dónde encontrar refugio. Espacios seguros. De esos donde la otredad puede ser y resistir, no sólo existir. Precisamente por eso creé un club de lectura. Si no encuentras un espacio donde te sientas con libertad y comodidad créalo. Si quieres vivir de tu arte, aunque no seas un artista avaro, pues véndelo. Si tienes que contar tu historia de supervivencia, cuéntala. Hay muchos lugares donde te podemos leer o ver. Plataformas como redes sociales, bibliotecas, canales de YouTube, podcast. Es verdad que ya hay mucha gente dedicándose a hacer eso, sí, pero a nadie le hará daño que crees el tuyo. Quizás haya por ahí alguien que necesite escucharte a ti para dar el primer paso.


Lo que quieres está del otro lado del miedo.

 
 
 

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